El otro día tuve un sueño de lo más extraño mientras volvía a casa.
Volvía sin darme cuenta de que se me había olvidado el camino. Atravesaba la lluvia con mis mocasines inundados y las gafas llenas de perlas y regueros de agua. El mundo al otro lado de mis gafas apenas se vislumbraba; pero tenía miedo de tocar algo y que se emborronara aún más.
Me acuerdo de que era una imagen bonita, llena de luces rojas y naranjas y de personas pasando a mi lado, pero sin mostrar un rostro claro.
Caminaba a un ritmo latente, como si fuera un corazón sofocado. Mi mirada se había vuelto pequeña y mi cara era una masa de piel colgante llena de heridas invisibles.
Mi estómago se removía, como queriendo huir de mi cuerpo, antes de tener que hablar, antes que pisar el suelo de casa. La eterna huida no parece un mal plan cuando solo queda fuerza para suspirar.
Me arrebujé en mi cazadora calada. En el bolsillo de la camisa guardaba un trozo de papel arrugado, donde tenía escrito todo lo que no me atrevía a decir en voz alta. Qué cosas hacemos las personas, ¿verdad? Escribir palabras silenciosas cuando en verdad querríamos gritar. Bueno, también hay quien grita. Pero yo prefiero evitarlo.
Me llevé una mano húmeda al bolsillo y comprobé que el trozo de papel estuviera en su sitio.
El frío era acartonado. Los pitidos de los coches y el centelleo tricolor de los semáforos me perseguían.
En una de esas vueltas interminables, mientras escuchaba el tamborileo de la lluvia en mi cabeza, mi teléfono comenzó a vibrar. Estas cosas tan simples hacen que quiera uno vomitar cuando está nervioso. En pocos segundos, todo mi cuerpo temblaba al son de aquella llamada que nunca me atreví a descolgar.
La lluvia cada vez pegaba más fuerte. Metí la mano en el bolsillo de la camisa y noté el trozo de papel reblandecido. Aceleré el paso. Una familia me gritó después de
chocarme con ella; pero yo continué esquivando a personas, deseando que fueran como los charcos para atravesarlos sin más.
No supe dónde me había refugiado hasta que vi a un tendero colocar varias capas de plástico sobre libros más antiguos que la propia lluvia. Era un puesto sucio, de lona blanca manchada de gasolina y humo. A parte de libros, también había colgantes, atrapasueños, juguetes, incienso y piedras preciosas. Este tipo de tiendas cuya función es engañar a imbéciles y convencerles de que todo les va a ir bien en la vida por llevar un cuarzo rosa.
Había más gente a mi lado, refugiándose y hablando entre sí, bajo el techo de aquel tenderete, restregando sus paraguas empapados contra las piernas del resto. El viento soplaba tan fuerte que la lona de plástico se balanceaba y golpeaba contra el suelo. Noté cómo se apretaban mis puños. No obstante, me convencí de que, al menos, el ruido de la lona taparía el del tráfico.
Yo creo que, en el fondo, todos esperábamos que el viento levantara la lona como un globo y nos quedáramos a merced de la lluvia. No ocurrió. El tendero estaba tranquilo, señal de la confianza que le ofrecía su puesto andrajoso.
En mi esquina, logré, a duras penas, hacerme un hueco entre los cuerpos que me rodeaban y metí la mano en el bolsillo de la camisa. El papel seguía bien, de momento; a pesar de la humedad. Lo saqué del bolsillo y lo extendí, con la intención de leer lo que ya me sabía de memoria. Cuando terminé, me di cuenta de que me dolía la cabeza.
Intenté distraerme. Me fijé en un atrapasueños que colgaba a la altura de mi mirada. Era bonito; con su tela de araña marrón, sus cuentas de colores y sus plumas de color praliné. Me recordó a aquel pequeño atrapasueños que, cuando era niño, mi madre me colgó encima de la cama con el propósito de que atrapara mis pesadillas. Siempre me pareció algo mágico; hasta un año en que enfermé y tuve pesadillas recurrentes cada noche. Le eché la culpa a aquel objeto, pensando que se había roto y que por sus plumas dejaba escurrir todas las pesadillas que sí logró mantener a buen recaudo los años anteriores. Nunca confié de nuevo en esa clase de chismes.
Una ráfaga de viento sacudió el atrapasueños y me sacó de aquella ensoñación.
Justo en aquel momento, la vida me dio una bofetada. Me la dio, lo prometo; no la sentí, pero juro que no me olvidaré de ella jamás. Por uno de los pequeños agujeros de la red, divisé el mar. El mar. Te prometo que vi el jodido mar.
Miré hacia todos los lados, me alcé de pies, alargué el cuello, para cerciorarme de dónde estaba y para comprobar si alguien había visto lo mismo que yo; pero nadie prestaba atención al imbécil de las gafas mojadas. Me las quité de la cara y las limpié como pude.
El atrapasueños se volvió a balancear y esa vez la ventana me proporcionó más información: vi pasar por delante de mí el mar, sí, pero también un acantilado verde y lo que me pareció una pequeña cala de arena blanca.
Me froté los ojos con ambas manos y sentí como si un kilo de arena se hubiera depositado en ellos. Observar un paisaje a través de una ventana de medio centímetro no es cosa que uno esté acostumbrado a hacer. Aquella pequeña ventana seguía mostrándome un lugar lejano. La cogí con una mano y la moví hacia los lados para observar el paisaje completo: una playa de arena, rodeada de acantilados boscosos y un pequeño muelle a lo lejos.
Me di cuenta de que allí el día también estaba nublado. Hacía viento y las olas eran altas y poderosas, de un color azul oscuro que recordaba a las películas de piratas.
Cerré los ojos y respiré el aire salado.
Cuando los abrí, estaba pisando el suelo blando de la arena y a punto estuvo el agua de tragarse mis pies si, con un movimiento reflejo, no me hubiera echado hacia atrás. En aquel lugar no había nadie más que yo; circunstancia que me tranquilizaba e inquietaba a partes iguales. Había una chaqueta de cuero abandonada y una blusa de flores rota, pero no parecía que sus dueños fueran a volver a por las prendas. Metí la mano en el bolsillo de la camisa: el trozo de papel seguía en su sitio.
Después de observar el mar durante un rato y convencerme de que había salido de Madrid de alguna manera, decidí caminar hacia lo que parecía ser un muelle a lo lejos. Me quité los zapatos y los calcetines mojados; pude sentir la arena caliente. El sol debía de haberse escondido no mucho tiempo atrás. Me agaché para recoger un puñado de arena y dejé que se escapara entre mis dedos. Se sentía tan real. Sonreí por primera vez aquel día. Seguí caminando.
Cuando llegué al muelle, me senté en las pasarelas de madera. No había barcas ancladas, sino pequeñas cápsulas, que me recordaban a los submarinos de los libros de fantasía, al Nautilus, qué se yo. Se dejaban mecer, con su escotilla a medio abrir. Me mantuvieron un buen rato recordando los días en que devoraba libros para no pensar.
Al cabo de un tiempo impreciso, me volvieron a venir a la cabeza esas dichosas palabras que no me salían y que debería decir nada más llegar a casa. Joder, si en ese momento ya ni siquiera estaba en Madrid. ¿Podría volver? Metí de nuevo la mano en el bolsillo de la camisa y saqué el papel donde había escrito mis palabras chapuceras; palabras de las que un poeta se habría reído.
Se me saltaron las lágrimas. Pero, compréndeme; estaba solo en un lugar alejado de mis referencias habituales. Sin embargo, era justo lo que necesitaba: un lugar sin ruido, sin personas y sin la obligación de dirigirme a casa. Mientras lloraba de pena por mí mismo y me abrazaba a las rodillas, el papel salió volando de mi mano. ¡No me lo podía creer! ¡No sabes el tiempo que dediqué a escribir aquello! Me lancé tras el papel que se llevaba el viento y solté una maldición cuando cayó al mar.
Sin embargo, al asomarme para cerciorarme de la desgracia, observé que allí estaba; dentro de una de las cápsulas. Dejé de llorar y me quedé contemplando el papel, varado en el fondo metálico, lleno de algas. Quizá por la lejanía, sentí que mis pensamientos volaban. Que mi cuerpo pesaba como un animal abatido; que caía al suelo y que, por una vez, cerraba los ojos y dormía, con el sonido del mar de fondo. Y, por fin, mi cabeza estaba vacía y mis sentidos disfrutaban del sabor salado del agua, el olor de la madera vieja, el tacto seco y rugoso de la arena.
Cerré la cápsula con el trozo de papel dentro y la desamarré. Se hundió al momento, dejando tras sí un rastro de burbujas. La vi meterse dentro del mar verdoso y vi el reguero de burbujas alejarse, mar adentro.
Justo en aquel momento sentí un cosquilleo en las puntas de los dedos, que fue escalando por todas las partes de mi cuerpo hasta mi cabeza. No le deseo a nadie aquella sensación; de verdad. Todo mi cuerpo se dormía; como si fuera a dejar de existir poco a poco. Decidí volver a la playa y tumbarme, o dormir un poco, pero al caminar noté mis piernas pesadas como dos sacos de arena. Y, por un momento, mi única preocupación era que la tela de mis pantalones no se rasgara, porque, entonces, acabaría fusionándome con la playa.
Cuando me tumbé, acuciado por el miedo a seguir avanzando sin contar con más horizonte que el agua del mar, comencé a vislumbrar montones de arena, cuerpos de personas deshaciéndose, mezclándose con la playa y, enseguida, devorados por las olas del mar. Sus prendas quedaban abandonadas en la playa y el mar las tragaba y regurgitaba, profiriendo eructos de satisfacción.
Escuché cómo, entre lamentos y plegarias, me pedían que los ayudara, o, en todo caso, que saliera corriendo. Pero mi cuerpo seguía inmerso en un cosquilleo que me abocaba al sueño y a punto estuve de quedarme dormido y correr el mismo destino que ellos.
El cielo retumbó y un relámpago iluminó el mar. Comenzó a diluviar. Sentí que me ahogaba contra la arena que me había parecido cálida una vez.
Por mucho que lo intentaba, no conseguía levantarme. Me mezclaba con la playa, con la arena, con el agua, con los eternos lamentos de los vencidos por el mar.
—¿Le interesa? Son seis euros.
Cogí aire, con la misma ansiedad y urgencia que si mis pulmones hubieran estado en cloroformo durante más de una hora. Escuché el ladrido de un semáforo.
Delante de mis narices, el atrapasueños se balanceaba como un gato que tira un jarrón al suelo, pero ronronea como si nada hubiera ocurrido. El viento seguía
levantando la lona y ésta dando golpes contra el suelo. Apenas quedaba gente dentro del puesto. Había dejado de llover.
Negué con la cabeza y salí presto de aquel lugar. Metí la mano en el bolsillo de mi camisa y el papel no estaba allí; en su lugar sólo había un puñado de arena blanca.
Pero, me acordaba de todo lo que tenía que decir.