Epicuro Epicuro Revista de los grandes placeres

26 DE MARZO ¿Alguna vez has pensado en el aniversario de tu muerte?

¿Os habéis dado cuenta de que cada año pasamos el aniversario de nuestra muerte sin saberlo?

Siempre celebramos el día de nuestro nacimiento, pero no el de nuestra muerte. Porque no lo sabemos, claro. O eso pensamos.

Aquel día, cuando abro los ojos en la camilla del hospital miro el calendario y pienso: 26 de marzo.

Me quedo pensativa. ¿De qué me suena a mí esta fecha?

Llega una enfermera para cambiarme las vías, y yo le digo que no lo haga, que hoy es 26 de marzo. Me sonríe y asiente con la cabeza, como si me hubiera vuelto loca o algo parecido, y me las cambia igualmente. Pues bueno.

Me vuelvo a quedar sola, mirando al techo. Pero ¿qué? ¿Quién cojones hace techos de gotelé? Ya son horribles las paredes. ¿De verdad aquello va a ser lo último que vea antes de morir? Me río, ante la ironía. Anda que no tuve yo discusiones con mi expareja por el jodido gotelé.

Aquello fue hace ya diez años; no creáis que soy de ese tipo de personas que se queda con su pareja, aunque sean cada una de su padre y de su madre, no. El gotelé era una cuestión importante para mí.

Esperad. Aquella relación terminó un 26 de marzo. ¿Me sonará por eso aquella fecha? No sé; no muy convencida, me pongo a rememorar todos mis 26 de marzo. O al menos los más relevantes.

—Hola, Sandra.

¿En los hospitales la gente no llama, o sólo es mi doctor? Pues no me pilla ocupada.

—Qué hay —digo, aunque creo que no me oye.

—La enfermedad, hoy, no está atacando con la misma agresividad que la semana anterior. Esta es una buena noticia. −Asiento y sonrío, como la enfermera de antes.

—¿Nuevos dolores?

Ahora niego, con la misma sonrisa. No sé por qué narices no digo que la cabeza me va a estallar y que la lengua me llena la boca como si fuera arena de playa. De verdad, me da miedo abrir la boca por si se cae y se vuelca y se pone todo perdido.

—Vale. Te visito de nuevo por la noche. –Mantengo la sonrisa hasta que sale por la puerta.

26 de marzo. Tengo ocho años, voy a una granja escuela y salgo corriendo detrás de unas gallinas alejándome del grupo. Las gallinas me llevan hasta un edificio apartado, oscuro, fuera de la granja, donde veo a tres vacas balanceándose colgadas de unos ganchos como el de los marcianos de Toy Story. Después de aquello, dejé de ver aquella película porque tenía pesadillas en las que los entrañables marcianitos de tres ojos colgaban de la misma manera. ¡Ah, y también dejé de comer carne!

26 de marzo. Trece años. Examen de biología. Lo llevaba de puta madre. Pero de puta madre. Me muerdo el labio inferior al pensar en aquel día. El chico que me gusta no deja de darme patadas contra la silla por detrás. Quiere intercambiar exámenes sólo un momento para ver cómo es la pregunta cinco. Lo hago. No me lo devuelve. Veo que está tapando mi nombre con típex. Cuando el profesor no mira, me giro y sin querer vuelco su botella de agua sobre mi examen. A la mierda todo. Nos ponen un parte a ambos. Y yo me siento la persona más gilipollas del mundo. Me expulsaron por dar un puñetazo al cabrón de mierda. ¿Cómo cojones no me di cuenta antes? Me enderezo en la camilla y me giro para levantarme. Necesito coger mi libreta y apuntar mi descubrimiento, pero nada más tocar el suelo caigo de bruces y me golpeo en la cabeza contra la barra de la cama. Antes de caer, inconsciente, me acuerdo:

26 de marzo. Dieciocho años. Estoy dando un concierto en un garito, con mi grupo. Canto la letra de la canción que tardamos en componer diez meses. Me encanta. La disfruto. Aún recuerdo mi outfit: gafas de sol estilo John Lennon, camisa corta por encima del ombligo, el cabello media melena con dos coletitas. Qué sexy me sentía. El caso es que un gilipollas viene  a decir que hemos plagiado su canción. Pelea. A mí nadie me llama ladrona, ni copiona, ni mierdas. Bueno, pues resulta que me sacan de allí en volandas, la gente del garito se lo pasa en grande. “Sandra”, me dicen mis compas; “que sí, que el Nico cogió la base porque no eran muy conocidos”. Mira, me cago en dios. Ahí les dejo tirados.

—¿Sandra? ¿Sandra? Oye, que esta chica no fija la mirada. No, nada.

—Mira sí, ya mueve el ojo. Pero Carlos, por el amor de Dios, que la estás cegando.

—Gracias, doctor. Joder, mi cabeza. Me cogen por debajo de las axilas y me dejan de nuevo en la camilla.

—Los latidos van cada vez más lentos. −Y yo, mientras, pienso: ¿Para qué cojones me levanté?

—Sandra, eh —chascan los dedos delante de mis ojos, pero lo que me revienta es el sonido. Qué cara debe ponérseme de susto, como cuando una se pone los cascos a todo volumen sin querer—. Oye, dinos algo.

Abro la boca y me la tapo al instante. No me acordaba de la arena de playa. Niego y sonrío otra vez.

—Vamos a darle preferencia. Está peor de lo que pensábamos.

Antes de que se vayan, se me ocurre la idea de señalar la libreta. Me entienden y me la traen en seguida. Cuando desaparecen por la puerta doy un golpe con la libreta en mi regazo. El boli, joder.

Sigo rememorando, con la mirada fija en la puerta de la habitación para pedir el boli al primero que entre. Siento que los ojos se me están hinchando, como cuando mi madre pone incienso en casa. Aunque esta vez no sé si las cuencas de los ojos lo aguantarán.

¿Qué más habré hecho yo en un 26 de marzo? No me acuerdo de lo que he hecho, por ejemplo, con veintitrés años. Probablemente escalar. Aquella época fue la del novio que me pegó la afición a la escalada. Venga, Sandra, piensa. Sería primavera. ¿No te caíste alguna vez? Me rompí un brazo. No, pero aquello fue en junio.

—Alguna señal habría —me digo—. Alguna señal, como la del año pasado.

El sol naranja del atardecer ya se cuela por la ventana del hospital. Quiero apuntar esto antes de morir, pero no entra nadie para alcanzarme el maldito bolígrafo. ¿De verdad me han “dado preferencia”?

26 de marzo del año anterior. Treinta y cuatro años. Salgo del edificio donde trabajé hasta mi dimisión, aquel mismo día. Llueve muchísimo, pero salgo igualmente. Mi cabello se cala, el traje cutre de falda a cuadros gris también. Tiro todos los papeles de mi maletín y río como una loca con los brazos al cielo. Ya no tengo que fingir nada, no debo nada a nadie, ni tengo miedo. Me voy a mi casa, fuera de la ciudad, y no tendré que volver. Me quito los tacones antes de caminar hacia mi coche, dejándome empapar por la lluvia. Busco el próximo supermercado, antes de irme, para comprarme un tarro de crema de cacahuete y dos mangos enormes. Pienso darme un festín.

Camino entre paredes de edificios grises, sobre el suelo de baldosas grises, y bajo un cielo gris también. Y yo, con mi traje gris, parezco un camaleón.

El único atisbo de color lo encuentro de frente, en la pared de un túnel que da a la autopista: un graffiti de un esqueleto gigante, que se agacha y me tiende la mano. Lo observo como una niña que mira aterrada a los ojos de Godzilla.

Y poco después, comienzo a temblar. Me quedo sin respiración. Las rodillas me fallan y caigo al suelo mojado. Me echo hacia delante intentando expulsar el corcho que parece taponarme las vías respiratorias. Mi rostro se pone morado. Me cae sangre sobre las manos. Rojo. Un reguero rojo siguiendo la cuadrícula de baldosas perfectamente alineadas.

Pienso que me muero. 26 de marzo. Pero no, al cabo de pocos minutos consigo insuflar un poco de aire a mis pulmones, con mucho esfuerzo. Una respiración, el aire entra fragmentado, mis pulmones no se llenan del todo. Segunda respiración, consigo llenarlos un poco más.

Tercera. Cuarta. Después de la cuarta ya noto mejoría. Me levanto, me paso la manga de la chaqueta por la nariz para quitarme los restos de sangre.

Miro alrededor, nadie me ha visto. Voy directamente al coche; me tiro dentro, como si fuera el maletín quien me suelta y no yo a él. Golpeo el volante. Grito para acompañar al claxon. La lluvia emborrona la luna del coche. Pero no necesito ver nada para entrar en mis recuerdos, para ver cómo mi padre cae al suelo sin poder respirar, para ver cómo muere igual que lo hizo su padre. Y el abuelo de su padre.

Una enfermera abre la puerta y grita, asustada. Mi mirada debe de ser intensa, pienso. Cuando se recupera, señalo la mesita que hay al lado de la puerta.

—Tengo que colocarte el respirador en seguida. −Niego. Intenta acercarse, pero forcejeo como sólo lo haría una mocosa estúpida. Se rinde y se acerca a la mesa para intentar complacerme.

¿Qué cojones querrá ahora? adivino qué piensa.

Pero ya es tarde. Se me cae la libreta al suelo. Tengo las manos en la garganta. Quiero cerrar los ojos, pero no puedo, los siento tan hinchados que los párpados no deben de dar para cubrirlos. Abro la boca todo lo que puedo e intento aspirar. Nada. Sangre. Baja como las raíces de un gran árbol por mis brazos. Caigo hacia atrás, de nuevo a la camilla. Me ahogo en sangre. Pero lo último que pienso ese 26 de marzo es: me cago en el puto gotelé.