Everything I do
The way I wear my noose
Like a necklace
I wanna make’em scared
Like I could be anywhere
Like I’m reckless
Bellyache — Billie Eilish
Da dos golpes en la pared y suelta una carcajada amarga cuando nota las pisadas frenar en el piso de arriba.
Carcajadas amargas son las que brotan de gargantas llenas de rencor; pero no suenan como un cristal roto; no, suenan mejor que eso.
Suenan como el canto de un ángel; de un ángel que por fin se ha lanzado a cantar después de que intentaran cortarle el cuello.
¿Melodioso? Por supuesto.
El ángel se había arrastrado por un campo amarillo, exponiéndose a la luz naranja del atardecer y recordando los momentos en los que solía ser libre; o eso había creído ella. Lo había atravesado, mientras el aroma a tierra seca y la tufarada de gasolina de la carretera de al lado subían hasta su cabeza y la embotaban.
Su objetivo era aquel pueblo que se veía en la lejanía. ¡Aquél! ¿Es que no lo ves? El pueblecito de casas grises; ese del que despuntan los ladrillos rojos en las esquinas, acechando. Las barandillas están oxidadas. Los viajeros que se paran en él dicen que es encantador para esconder el asco que les da. No tiene nada, solo una plaza redonda con un ciprés y poco más. ¿Y el cementerio? Por ahí andará. Pero, a nuestro ángel eso ya no le interesa; ella quiere llegar a la casa más próxima al campo. La que lleva custodiando una semana. De modo que, se sienta delante de la puerta principal, en la acera sobre una alfombra desigual de yerbas, se fuma un cigarro y sonríe a los vecinos; tres vecinos.
No obstante, debemos fijarnos en el importante. No en la anciana que da una lata de atún al gato pardo y se esconde tras el olivar de su patio. No en el hombre que se levanta a las siete de la mañana para coger sitio en el banco frente a la iglesia. No, no. Fijaos en el hombre que llega del super; parece que va y viene de comprar, pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que ha regresado a la tienda que dejó a cargo de su hijo durante los doce años que estuvo en la cárcel. Trágica secuencia de su vida. Salió hace un mes y un mes lleva ella sonriendo en frente de su casa y dejando una pila de colillas negras en la alcantarilla de al lado.
Ese día se vuelve a sentar en su lugar y decide mirar fijamente a la ventana del piso superior; donde la mirada del hombre asoma, preguntándose qué narices trae a una mujer tan joven a aquel pueblo de viejos. La ciudad más grande no está muy lejos, pero nadie suele pasar por aquel pueblucho. Y ella no tiene coche, no al menos en las proximidades. Ella tiene polvo en las deportivas y espigas doradas enganchadas en la chaqueta negra.
El atardecer ha caído y el comerciante no ha salido de su casa. Ella da otra calada y sonríe como una niña pequeña al recibir una bolsa de chuches. Se levanta y pisa la colilla.
Es el día, entonces.
Abre la puerta exterior metiendo su blanca y delgada mano por los barrotes y deslizando la barra del pestillo, que chirría en la noche. En un pueblo pequeño nadie acostumbra a candar las puertas.
Por primera vez, ve su reflejo en las cristaleras de aquella casa abandonada hasta hace poco; rehabitada recientemente. Su cabello, corto y amarillo, fue un día negro y largo. Pero eso fue antes de su encomienda de ángel. En su cuello hay una marca morada decorada con cicatrices.
Así pues, como cada vez que observa su imagen y se reconoce, comienza la caza. Sale a la calle y coge la barra de metal que lleva guardando debajo de un coche viejo durante un mes.
Golpea la ventana del piso de abajo y el silencio estalla en mil cristales, que caen sobre las malas hierbas. El ángel entra, con su chaqueta grande y la barra a rastras, dejando que el cristal todavía adherido a los marcos arañe la piel descubierta de sus piernas.
Alguien ha gritado en el piso de arriba y ella deja escapar una carcajada. Siempre es divertido cazar. Y, como le gusta divertirse, da golpes en la pared para intimidar. Y ríe más fuerte cuando nota que el hombre del piso de arriba frena, da pasos cortos, intenta buscar refugio.
—¿Quién es? —le tiembla la voz.
¿Tiene miedo? Nuestro ángel aplaude más fuerte contra la pared. Le encanta cuando tienen miedo. Sube las escaleras de madera. En la pared blanca y llena de pegotes de humedad se refleja la sombra larga de una joven.
—¿Eres tú? —Vuelve a escuchar en algún punto de la habitación— Niña, no sé por qué cojones llevas un mes ahí afuera, vigilando mi casa. Vete.
Le tiene delante, al hombre, sujetando una viga de madera. Es mucho más bajo que ella; le imaginaba más alto por los recortes del periódico. Tiene entradas en el pelo y la cara roja; viste el chaleco que se pone los domingos para ir a misa.
—¿Me oyes? —quiere gritar el hombre, pero solo sale un hilillo de voz por su garganta. Tiene la viga en posición de ataque, y no deja de observar la vara de metal que arrastra la joven. Aunque, por un momento, su mirada se desvía hacia el cuello de la chica, aprieta la mandíbula— ¿Eres un cadáver? Dios mío.
Ella niega con la cabeza. Se mete la mano en los shorts, palpando en la penumbra de la casa. La escasa luz entra por un ventanal tras el hombre. Saca un periódico doblado, y lo abre con cuidado, sin dejar de mirarle a él; sin soltar la vara, que parece una extensión de sus dedos, naturalizada en su macabra figura.
No es necesario hablar; por eso, ella ya no lo hace. El hombre ya está gritando, antes siquiera de ver el recorte de periódico. Ha visto el tatuaje en su muñeca.
—Fue hace doce años. ¡Salí de la cárcel!
Una carcajada amarga hace que el hombre levante la viga de madera, pero antes de aterrizarla sobre la cabeza de la chica, ella se aparta, agarra la viga y la atrae hacia sí. Él deja escapar la viga para correr hacia atrás, hacia la ventana.
Pero el ángel ya está desdoblando otro periódico, agachada. La chica roza con los labios agrietados aquel recorte, como si fuera su fuente de vida eterna.
El primer periódico, fechado doce años atrás, muestra en primera plana la foto de aquel hombre, acusado de la violación y mutilación de una joven vecina suya.
Ella vuelve a reírse −de manera cada vez más histérica−, cuando recuerda las palabras de aquel violador.
La otra página pertenece a un diario distinto. ¿Tan lejos habría viajado? El hombre se acerca cuando la muchacha camina unos pasos hacia atrás, arrastrando el sonido de la vara por la madera del suelo, para que el hombre se acerque a leer.
Se lee un nombre, encima de una foto. La foto de una niña, con el cabello negro y largo, con pequitas en la cara y una sonrisa amplia. El nombre era Elisa. La noticia trataba de otra violación. A aquella niña de rostro dulce y pecoso la habían perseguido cuando salió a pasear a su perrita. El hombre que se solía sentar tras ella en la iglesia la había golpeado y la había arrojado por un puente. La había violado, agarrándola del cuello para que no se levantara.
Un hombre abusando de su fuerza y saltándose por encima los derechos de una niña: salir a disfrutar de un paseo con su perrita. Una niña que jamás volvería a su casa, una niña cuyo cuerpo desapareció, dejando solo el de un perro blanquito y mutilado.
Una niña que había pensado en pintar un retrato de su madre al volver a casa, para regalárselo por su cumple. Una niña que había dejado unos mensajes sin responder; ya tendría tiempo de verlos. Una niña que adoraba pasear bajo el hayedo, a la que le gustaba pensar en el siguiente cuadro que pintaría. Pero no, esas cosas no las sabía el hombre que lee el artículo. Eso solo lo saben los ojos enrojecidos del ángel, que observa con la nariz mocosa el tierno recuerdo impreso en una simple hoja de papel.
Un hombre que había cogido el cuerpo de una niña sin pensar en su dolor, en su alegría o en su vida. Solo había visto un agujero tierno, blanco, apenas abierto, donde saciar su deseo, donde eyacular aquel veneno que contaminaría todo su ser.
La chica del cabello pajizo golpea otra vez la pared con rabia, como un animal encerrado.
El hombre apenas termina de leer el artículo, levanta la cabeza y retrocede, medio a gatas, asustado.
La chica suelta una carcajada, pero sus ojos no acompañan la expresión de su rostro, congelando la sangre en las venas del violador.
—Soy el cadáver de todas las mujeres asesinadas —susurra por primera vez. El murmullo sale de su garganta, de lo más profundo, sin apenas mover los labios— Soy un ángel. Soy quien debe trasmitir su dolor. ¿No lo entiendes? —Parece de verdad preocupada por el hecho de que éste no lo haga. El hombre está acorralado contra una pared, recibiendo el aliento podrido de la intrusa. La chica estira el cuello y señala su garganta morada y plagada de cicatrices. Después enseña el tatuaje de su muñeca. No tiene importancia qué es, solo quiere que él lo vea.
—Estás loca. —El hombre la mira fijamente.
—¿Te suena? Ella tenía uno igual, ¿verdad? Me gusta recordar a cada víctima. Para compartir la venganza.
—Estás loca —repite él.
—Sí —dice ella, y hunde la barra de hierro en la entrepierna del asesino, dejando su rostro a la altura de su víctima. El hombre se remueve y masculla, mientras todo se llena de un líquido caliente y ponzoñoso. Ahora, su expresión es triste, como la de un títere en un teatro, a punto de llorar— Pero tú no.
El ángel sale de la casa y camina por el campo, libre, tocando la paja amarillenta en la noche, alejándose de aquel pueblo.